El navío que remontaba el tiempo

Mario Celano Meyer
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Por décadas guardé la colección entera de Philippe Ebly. El primer libro de este autor me lo regaló mi viejo a los 12 años. Ese día lo recuerdo bien: yo estaba jugando al ping-pong en Rosario Atlético y él se apareció con un libro, se llamaba El navío que remontaba el tiempo. Ese hecho puede anotarse como el que inició mi gusto por la lectura y desde ese día no he parado de leer compulsivamente casi todas las noches de mi vida.

Hace unos años, una mañana cualquiera y sin causa aparente (quizás pensé que era el momento correcto), desempolvé la colección de los siete libros que tenía apiladita desde mi preadolescencia en “estado de espera”. Luego fui al cuarto de Franco -que recién se estaba despertando, vivíamos aún en Rosario- y en un simple gesto se los “heredé”.

Me acuerdo que Franco quedó mirando con curiosidad los títulos y dibujos de cada tapa, y en esa distracción permanecía mientras yo lo miraba sabiendo que le estaba entregando uno de mis más preciados tesoros.

Debo confesar que demoró unos años más en engancharse con la lectura, el verbo leer no soporta el modo imperativo. Hasta que sin querer llega un día en que uno se encuentra hablando apasionadamente con su propio hijo, ya en la adolescencia, sobre La Guerra del Fin del Mundo o Cien Años de Soledad, sobre personajes entrañables, de autores que han puesto sus mejores pensamientos en papel, de historias fantásticas que estoy seguro me han hecho mejor persona. Y de yapa, un hermoso lugar de encuentro con mi hijo.

Estuvo bien mi viejo aquella tarde. El navío que remontaba el tiempo me enseñó que para viajar lejos, no hay mejor nave que un libro.

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Juego a que lo mejor está por venir. Sé que no hay mal que por bien no venga. Confieso que para encontrarse, primero hay que perderse.